terça-feira, 8 de março de 2011

Teresa de Ávila, por NÉLIDA PIÑÓN


Teresa de Ávila, por NÉLIDA PIÑÓN

Cuántas veces tomé el tren y desembarqué en Ávila para ver el fantasma de Teresa pasar. La religiosa me aguardaba sabiendo que vendría de Brasil para estar juntas en las próximas horas.
     Teresa actuaba como era de su forma. No innovaba en lo que decía respecto al diseño de la amistad. Me llevó al convento de San José para retomar el hilo de su memoria y sentarnos en torno a la mesa de la cocina, donde percibiera la omnisciencia de Dios, que también habitaba en las cazuelas mientras que las religiosas preparaban la sopa.
     Ansiosa por probarle cuanto avanzara en la comprensión de su pensamiento, le leí fragmentos de Fundaciones, interrumpidos con comentários atrevidos. Forzaba a Teresa a recordar la magnitud de su proyecto, raro para una mujer del siglo XVI. Un libro que nos enseñaba a percibir, en cada lectura, la imagen de la sistemática construcción de los monastérios que reforzaban los senderos de lo sagrado, su ambicioso proyecto de salvar a la Iglesia. Partícipe que era de la Contrarreforma, teniendo a Juan de la Cruz a su lado, se convenció de que Roma carecía de santos y seres emblemáticos capaces, en conjunto, de redimir la institución de sus severos pecados.
     En estos viajes a Ávila, yo hacía continuas anotaciones. Todavía tengo cuadernos que atestiguan mi fervor por la doctora de la Iglesia, una de las tres, siendo las otras Catalina de Siena y Teresita de Jesús. Al
recorrer sus callejuelas, con falso hábito religioso y sandalias abiertas, cubiertas de polvo, me entretenía en hablar con Teresa. En el bar, pedia café con minúsculas magdalenas, actuando como cualquiera de la ciudad.
     La lectura me imantaba, siempre girando en torno a la indomable e impertinente Cepeda, que fuera bella, apreciara los perfumes, joyas, luciera trajes de la época. Tenía los cabellos negros y crespos y velaba
por la limpieza del cuerpo.
     Al desmenuzarle lo cotidiano, tenía la intención de darle un marco novelesco. Pensaba en tenerla como figura central de una novela. Según el proyecto, Teresa se alzaría a la condición de un personaje por encima de las instancias de su siglo, igualada con María Magdalena a desafiar la arrogancia de los Apóstoles, herederos de Cristo.
     Algunos años después, desistí de la modesta utopía. Brasil se encontraba muy lejos de la geografia itinerante de la sapiencia de la Iglesia. Además, Teresa de Ávila excedía mis límites, temía herirle la honra, el transcurso de su santidad. La protegí, así, de mi ímpetu verbal e inventivo, aunque acompañase, por intermedio de extensa bibliografía, de sus libros, y de la vasta correspondencia que dejó, sobre todo en Sevilla, las batallas trabadas contra los enemigos, la tentación de la carne, las persecuciones que le causó la princesa de Éboli, la perspicacia con que registró su cotidiano en la España de Felipe II, a la contemporaneidad que me sujeta y ajustase a cualquier época.
     Agotada con su historia, hago una pausa, mastico con confianza los dulces de yema de Ávila. Teresa, no obstante, insiste en dirigirme la palabra, enseñarme a vivir, que reconozca en sus actos El entendimiento que tuvo de los litigios religiosos de la época, de la creación de las nuevas matrices políticas, de las guerras mantenidas por Carlos V, de las cuestiones que animaban el fanatismo, Del espurio protagonismo del poder. Su intuición, que le avivaba la fantasía, seguía atenta a los debates religiosos ocurridos entre Roma y los reformistas, con Lutero al frente, y que desembocaron en El cisma religioso. Una huelga dramática que, en vez de favorecer la libertad de su tiempo, le vació el alma de una creencia incorruptible.
     A veces, imagino a Teresa en las noches frías de Ávila, con los pies heridos, al recorrer el interior de las murallas, las aldeas de Castilla. En el afán de cumplir la misión de recuperar capillas en ruinas y devolverlas al pueblo carente de lugares donde refugiarse de los horrores de lo cotidiano.
     Asaltada por el arrebato amoroso que Dios le inspiraba, satisfecha con alucinadas sensaciones de la realidad arcaica y perpleja de aquellos días, a pesar del renacer reformista. Por otra parte, por cuenta del temperamento simultáneamente de ira y risa, se dedicaba a discutir con Dios. Lo trataba com intimidad, no eximiéndole reprimendas.
     En cierta oportunidad, en pleno invierno, camino de la aldea donde pretendía restaurar la última capilla antes de morir, se topó con un caudaloso río. Las religiosas que la acompañaban, intentaron disuadirla de los peligros de la travesía. Ella, sin embargo, obstinada como era, avanzó por las aguas.
     Iba ya por la mitad de la distancia cuando tropezó, mojándose toda.
     El accidente la enfureció. Con un gesto manifestó al Señor su desagrado. Y oyó una voz decirle que era así como Él trataba a los amigos.
     Teresa no se quedó atrás. Cortante y clara, de manera que fuera oída por las monjas, se desquitó:
     –Y es por eso, Señor, que tienes tan pocos.
     Ella amaba a Cristo, las sopas humeantes, y levitaba. Su parte judaica intensificaba la devoción religiosa. Al obrar, no obstante, anclada en las pasiones humanas, realzó la magnífica histeria. Pero, ¿qué podía hacer una mujer de carácter en aquel siglo?

Traducción del portugués por Bertha Hernández López
Revista Casa de las Américas No. 255 abril-junio/2009 pp. 43-44

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